Estamos abriendo sucursales. Una detrás de otra, como una cadena compulsiva de eslabones intermitentes que hacen cri-cri con timbre frío de metales.
Curiosamente, aquí en la puerta del recinto se han detenido unos camiones que transportan pureza de manantial embotellada.
(A eso hemos llegado.
Llegado ¿dónde?
¿Donde se envasa la pureza en cómodos envases reciclables...?)
Ahora únicamente necesito que vuelvas a dormirme aquí, del lado de las palabras imposibles. Que cierres las ventanas, para que no se nos aviente el ruido de las autopistas. Escribo sin pensar, como una autómata. Te invoco sin conseguir el modo de descifrar el algoritmo de una clave.
(Alaska, me repito.)
No, no estoy loca. Es sólo el efecto narcótico del frío entre los dientes. Un hielo granizado con gusto a menta y limonada. Muy-re-fres-can-te, dice la chica del anuncio, mientras estira mucho dentro del paladar la E del intersticio.
Qué vamos a guardarnos del invierno, sino Madrid intravenosamente sueño, la pila interminable de fogatas, mi vértigo, tus gamas de celeste.
Eres tu propio tumor, me ha recordado esta mañana alguien que estudia mis reacciones. Soy un ratón en el laboratorio de un científico. Tú eres un príncipe que se convierte en sapo al primer beso.
Somos felices de todos modos, pero sucede únicamente durante el lapso en que logramos olvidarlo.
A mí también me gusta presentir que Aún es la palabra conque terminan las plegarias. Aún. A una. Alguna vez.
Me llamo Drama, pero en tus labios sueno como una risa incontenible.
Ya no me importa el nombre de esa calle.
Ya no me importa el mapa.
Cuando me convencí de no buscarte, caí en la cuenta del camino que ya me había encontrado.